El destino de una reina by Allison Pataki

El destino de una reina by Allison Pataki

autor:Allison Pataki
La lengua: spa
Format: epub
editor: Planeta México
publicado: 2021-01-06T23:20:00+00:00


Capítulo 20

París

Otoño de 1799

Me vestí con los pantalones y el abrigo de un sirviente, cubrí mi cabello largo con una capucha, y nos fuimos en un carruaje sencillo hacia la barrera. El guardia de la entrada a la ciudad apenas me miró, pensando que era un joven empleado. Saludó a mi esposo, que iba vestido como un agricultor noble, y nos permitieron salir de la ciudad después de echar un vistazo rápido a nuestros documentos falsos.

Recorrimos el camino en silencio y nos alejamos de la capital hacia el boscoso pueblo de Villeneuve-Saint-Georges. Cada metro que avanzábamos me alejaba un poco más del corazón que me habían arrancado para quedarse en París. «Óscar», pensaba, cada vez más desesperada cuando veía su cara redonda en mi mente, «¿pensarás que tu mamá te abandonó?». Llegamos en la mañana, muy temprano, cuando el alba comenzaba a tornarse púrpura en los espesos bosques e iluminaba una hermosa y modesta casa escondida detrás de un río, entre una arboleda de tilos. Me quité la capucha, pero no podía hacer nada con los pantalones y el abrigo, en particular en esa mañana fría.

—Esta es la casa de Dumas. El general Thomas-Alexandre Dumas —me explicó Bernadotte.

Estaba furiosa con mi marido, pero ahora lo escuchaba con interés.

—¿Quién es Dumas? —pregunté. Mi voz era ronca por el miedo y la falta de sueño, debido al viaje durante la noche fría por un camino rural. Mis brazos añoraban a mi bebé.

—Es un viejo amigo, de confianza. Un militar, un oficial a quien no le importa la intriga y la rivalidad política. Es ajeno a todo eso, como yo. No traicionará nuestra presencia aquí. —Bernadotte puso una mano sobre mi brazo y continuó en voz baja—: Désirée, solo no… no te muestres sorprendida. Su padre pertenecía a la nobleza francesa, pero su madre era de las islas.

No entendí lo que quería decir, pero no tuve tiempo de preguntar porque en ese momento una silueta oscura salió por la puerta de la casa. El hombre cargaba un candelabro a la débil luz del amanecer; una bata de dormir cubría su alta figura.

—¿Bernadotte? —llamó con voz profunda cuando nuestro carruaje se detuvo—. Sean bienvenidos. Pasen, pasen.

Nos indicó con una seña que entráramos a su casa; supuse que nuestra llegada lo había sacado de la cama.

Ahora que estaba frente a nosotros, miré a nuestro anfitrión más de cerca. De pronto entendí el significado de la advertencia de mi esposo: la piel de este hombre era la más oscura que jamás había visto. Se parecía a la gente del Caribe de la que había escuchado hablar, a los isleños esclavizados que Josefina había descrito de su plantío caribeño. Tenía patillas y una complexión musculosa, pues era casi tan grueso del pecho a la espalda como de hombro a hombro. Bernadotte describió a Dumas como un viejo amigo y un camarada del ejército francés. Me pregunté cuál sería la historia de este hombre.

—Lamentamos llegar a esta hora —dijo mi esposo mientras entrábamos a la cómoda cocina; la ceniza gris en la estufa mostraba que aún no habían encendido el fuego para ese día.



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